Con
escasos cuestionamientos, la historia del arte ha dado por sentado siempre que
el hecho artístico es una producción de Belleza. El estudio de la Estética y el
estudio del Arte, por tanto, han ido casi siempre en paralelo. Aunque no ha
sido necesariamente así en los orígenes, y de hecho la poesía no pasó a
integrar parte de lo que hoy conocemos como Arte hasta el Renacimiento. La
Belleza, tradicionalmente, se consideró un equilibrio de la naturaleza (la Gran
Armonía: el número perfecto), a la que el Arte debería recrear. Hacemos un
rápido recorrido por la historia de las
ideas estéticas, para concluir con una constatación: en el caso de la Poesía,
al menos desde fines del siglo XIX, esta identificación especular de arte y belleza
comienza a hacer agua. La convicción de que la naturaleza no tiene valores en
sí misma, sino los que les adjudica la conciencia humana; y de que la Gran
Armonía no puede expresar en toda su riqueza y paradoja la conciencia
desgarrada del hombre actual; permiten cambiar el eje de los antiguos
supuestos. El Arte contemporáneo abjura y denuncia la Armonía, pero no es a
pesar de sus manifiestos un empezar de nuevo, sino una batalla por romper (y
probablemente reconstruir) esa Armonía preexistente.