“Tecnologías del Yo”
pertenece a la última etapa del pensamiento foucaultiano, en el que desarrolla
la idea del “cuidado de sí” como eje temático de sus investigaciones. En la
edición original, el libro comprende no sólo este texto sino un segundo referido
a la “Crítica de la razón política” y una entrevista realizada en 1982. Como
siempre ocurre en el autor francés, no se trata de una reflexión aislada del
resto de su obra, y podemos encontrar lazos con otros textos como el propio que
lo acompaña, y especialmente con el artículo “El sujeto y el poder”. Sobre
todo, en un concepto central de la última etapa foucaultiana, que es la idea de
“poder pastoral”. De hecho, el propio Foucault ha dicho siempre que su
dedicación durante toda su obra está centrada no en el poder o en las
instituciones, como suele interpretarse, sino más bien en los mecanismos con
que a través de la historia los hombres han desarrollado un saber sobre sí
mismos, han ido conformando la subjetividad.
miércoles, 30 de diciembre de 2015
martes, 22 de diciembre de 2015
La mirada del artista y sus condiciones de posibilidad
Desde
que se inicio la reflexión sobre el arte, la pregunta nunca resuelta ha sido,
desde luego, el sujeto mismo de dicha reflexión: ¿qué es el arte? O dicho de
otro modo: ¿qué es lo que otorga categoría de obra de arte a un objeto de la
realidad? A través de la historia, las respuestas han sido muchas: desde el
platónico concepto de Belleza en Sí, pasando por la mímesis, la creatividad, la
forma, la perfección de la técnica, la “transfiguración” o el concepto.
Analizando -a través de algunos de sus antecedentes en la vanguardia del siglo
pasado- dos proyectos creativos de artistas radicados en la comarca malagueña
de la Axarquía, intentamos postular a la mirada como el elemento determinante
de la categoría artística. Pero esa categoría
evidentemente requiere de dos donantes: la mirada del artista y la mirada del
espectador. ¿En qué radican –por tanto- las condiciones de posibilidad de que
puedan existir dos miradas coincidentes capaces de legitimar al objeto como
obra de arte?
¿Tiene el ocio algo que ver con el entretenimiento?
La historia de
los pensamientos que tienen una incidencia más o menos inmediata sobre la
historia, transcurre normalmente en series de opuestos que aunque en su lucha
dialéctica señalen caminos divergentes, suelen tener la propiedad de instalar
en el "sentido común" la legitimación de algunos mensajes coincidentes.
Uno de los casos más obvios es esa especie de axioma utilizado cuando nos
referimos al trabajo. Un par de siglos de pensamiento liberal, acompañado
desde hace más de uno por los diversos hijos o sobrinos del marxismo, crearon
esa frase tan reiterada que nadie parece poner en cuestión: "el trabajo
dignifica al hombre". Va siendo hora - y desde luego, no estoy
descubriendo la pólvora - de planteamos, ¿y por qué?
La mirada de aquel pez de entonces
En los
comienzos de la adolescencia (supongo que en primer año de la secundaria),
algún profesor nos dijo que según los estudios zoológicos, el aparato visual de
los peces hacía que vieran las cosas sólo en dos dimensiones. De aquella
observación, y de las largas noches de fin de semana que pasaba con mis mejores
amigos no bailando sino discutiendo los temas mas inverosímiles, me llega el
recuerdo de una recurrente pregunta que con los años, fui convirtiendo en el
símbolo de todas mis preocupaciones intelectuales posteriores. “Si el pez ve el
mundo en dos dimensiones -nos preguntábamos- y el hombre en tres: ¿cómo es el
mundo real, de dos o de tres dimensiones?”
Estoy seguro que aquellos amigos que andan todavía por allí -en diversos lugares del mundo de tres dimensiones- recordarán aquel latiguillo por donde solían comenzar tantas noches de aquella época. Entre otras cosas, porque es la mejor época de la vida y las cosas que se dicen y se hacen entonces, ya no se olvidan.
Como ocurre también por esas edades, en poco tiempo de la duda pasamos a la certeza absoluta, lo que nos convirtió en irreconciliables (tal vez por eso ya hablábamos menos y bailábamos más): unos habíamos adoptado sin fisuras el marxismo escolar de Politzer, con su ingenuo realismo; otros, una suerte de solipsismo berkeliano. Izquierda y derecha, según el simplificado esquema de pensamiento que también es propio de la edad. Izquierda y derecha que por aquella década de los setenta, se empapó con toda rapidez y violencia de su significado más netamente político. Y que -también hay que decirlo- bloqueó en gran medida con su aparente dicotomía entre acción y contemplación, el que pudiésemos seguir debatiendo con la libertad y entusiasmo “deportivo” (hoy le llamaría “artístico”) de aquellas primeras épocas.
Estoy seguro que aquellos amigos que andan todavía por allí -en diversos lugares del mundo de tres dimensiones- recordarán aquel latiguillo por donde solían comenzar tantas noches de aquella época. Entre otras cosas, porque es la mejor época de la vida y las cosas que se dicen y se hacen entonces, ya no se olvidan.
Como ocurre también por esas edades, en poco tiempo de la duda pasamos a la certeza absoluta, lo que nos convirtió en irreconciliables (tal vez por eso ya hablábamos menos y bailábamos más): unos habíamos adoptado sin fisuras el marxismo escolar de Politzer, con su ingenuo realismo; otros, una suerte de solipsismo berkeliano. Izquierda y derecha, según el simplificado esquema de pensamiento que también es propio de la edad. Izquierda y derecha que por aquella década de los setenta, se empapó con toda rapidez y violencia de su significado más netamente político. Y que -también hay que decirlo- bloqueó en gran medida con su aparente dicotomía entre acción y contemplación, el que pudiésemos seguir debatiendo con la libertad y entusiasmo “deportivo” (hoy le llamaría “artístico”) de aquellas primeras épocas.
El héroe ante la muerte de Dios
No hace mucho leí una reflexión inquietante. El
hombre insensato -decía más o menos así- es el que está dispuesto a morir por
un ideal; el sensato, en cambio, es el
que está dispuesto a vivir día a día ese ideal.
Ante la chatura de la vida occidental moderna (consumismo, banalidad,
idolatría inducida hacia lo
intrascendente), sentimos a menudo la atracción de arquetipos que parecen
apuntar en la dirección contraria (el Ché, moda rediviva con superproducción
cinematográfica incluida; Jesucristo, admirado hasta por quienes no creemos en
su supuesto Padre: la “historia sacrificial”,
que diría María Zambrano). Los héroes, que como en las películas fijadas en la
memoria desde la infancia, nos consuelan en la ilusión de que al final ganarán
los buenos. La propia historia y más aún, la vida cotidiana, desmienten
nuestras fantasías; pero no hemos de negar que ellas sostienen -al hilo de la
utopía- esa otra imperativa necesidad de todo ser humano: la finalidad, el
sentido de la vida. Ilusión también, lo sé: pero ilusión constitutiva de la
condición humana. También lo que llamamos realidad es otra ilusión, pero sin
realidad no seríamos.
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