No hace mucho leí una reflexión inquietante. El
hombre insensato -decía más o menos así- es el que está dispuesto a morir por
un ideal; el sensato, en cambio, es el
que está dispuesto a vivir día a día ese ideal.
Ante la chatura de la vida occidental moderna (consumismo, banalidad,
idolatría inducida hacia lo
intrascendente), sentimos a menudo la atracción de arquetipos que parecen
apuntar en la dirección contraria (el Ché, moda rediviva con superproducción
cinematográfica incluida; Jesucristo, admirado hasta por quienes no creemos en
su supuesto Padre: la “historia sacrificial”,
que diría María Zambrano). Los héroes, que como en las películas fijadas en la
memoria desde la infancia, nos consuelan en la ilusión de que al final ganarán
los buenos. La propia historia y más aún, la vida cotidiana, desmienten
nuestras fantasías; pero no hemos de negar que ellas sostienen -al hilo de la
utopía- esa otra imperativa necesidad de todo ser humano: la finalidad, el
sentido de la vida. Ilusión también, lo sé: pero ilusión constitutiva de la
condición humana. También lo que llamamos realidad es otra ilusión, pero sin
realidad no seríamos.
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